Cultura y
Agricultura
Cultura viene de «colere», que en latín
es cultivar; en principio, la tierra, sembrar y cuidar el campo para que dé
buena cosecha, y, por extensión o metáfora, también el espíritu. Lejos de mí
idealizar el mundo agrario por esta etimología; es más, intuyo, en fuentes
antiguas, capaces de memoria de los tiempos neolíticos en los que la
agricultura era nueva, oscuras añoranzas nómadas: complacían al Dios
veterotestamentario las ofrendas de Abel el pastor, no las de Caín el labriego,
y una azora del Corán dice: «La iniquidad entró en el hombre con el arado».
Pero reconozco saberes campesinos. Hay un saber campesino del tiempo en Hesiodo:
la experiencia de generaciones, la actitud originaria ante la vida, el tesoro
vital de la memoria que anima los Erga kai hemerai. Oxígeno del arte y suelo de
lo que perdura, el tiempo también madura la siembra en las sementeras. Los
campesinos son aliados del tiempo. Trabajan con él, y no, como nosotros, contra
él. Y hay un saber de los horizontes y de los elementos en el trabajo de la
tierra, y un campesino saber hacer crecer belleza en la materia, en Virgilio. Y
hay un saber campesino de lo desconocido. Almacenar, sembrar, los quehaceres
agrarios incluyen el futuro y lo ignoto. Familiarizan al hombre con los
misterios de la naturaleza, le revelan su ignorancia, le enseñan a valorar el
conocimiento sabiendo que nunca mermará los territorios de lo incógnito.
Son saberes de una cultura antigua, hoy
acorralada por fuerzas e intereses en expansión. En Europa ya no existe; en
Paraguay está desapareciendo, y se propicia por ello su descrédito, vía
histórica a las extinciones «limpias». En el contexto global, la inversión de
capital en mecanización y fertilización intensivas y la producción para el
mercado liquidan la unidad económica de la familia campesina. Un campesino que
se autoabastece es una resistencia al consumismo; disolver su sociedad es parte
del crecimiento del mercado. Los monocultivos que benefician a las empresas y
el fin del cultivo de subsistencia dejan sin tierra ni esperanza a muchos, que
llegan a las ciudades exiliados del pasado y excluidos del presente. Ya apuntó
John Berger que Engels y otros marxistas del siglo XX predijeron la extinción
del campesinado por la rentabilidad de la agricultura capitalista. Y quizá sea
absurdo pensar en mantener el modo tradicional de vida campesino, pero creer
por ello que la cultura campesina nada vale para el futuro es más absurdo aún.
La tierra daba al campesino
posibilidades de supervivencia que ya no tiene. Su éxodo, el desdén por su
tradición, rompen sus lazos con la comunidad, muchos de cuyos miembros se
complacen en apoyar a los poderosos para sentir cierto poder vicario sobre los
débiles. Millet, dice Berger en un artículo de 1976, pintó la poda, la siega,
la siembra, la tala, la dura vida del campo, una vida cruel pero que supo ver
que sería sacrificada a la miseria de los suburbios y al mercado producto de la
industrialización. Y de los campesinos que pintó, al fin osaron decir los
peores cuanto ni siquiera ellos habían dicho de los campesinos reales que aún
trabajaban la tierra o que, ya desarraigados, llegaban a las ciudades: «son
cretinos», «son animales», «están degenerados». Millet dedicó su vida a hacer
justicia a este tema central de su obra y darle dignidad y permanencia.
Todos tienen derecho a plantear
exigencias a un gobierno, pero ofender a los campesinos que marchan en Paraguay
en estos días o atacarlos –como los cobardes que arrojaron agua hirviente a los
manifestantes desde un piso alto del centro– prepara el camino al coup de grâce
contra la agricultura familiar campesina y su antigua producción diversificada.
Falta del apoyo estatal que tendría que respaldar la seguridad alimentaria del
campo y la ciudad, generar empleos dignos y reducir la desigualdad, la
expansión de la agricultura empresarial la acorrala, y miles, endeudados por
programas de supuesta ayuda, hoy se juegan sus tierras –que pusieron como
garantía–, tierras que para un campesino significan poder ser lo que es. ¿Qué
cultura, desde la prepotencia del poder y gracias al ubicuo imperio del miedo y
del egoísmo, clausura el diálogo? ¿Qué cultura ni reconoce ni conoce, ni aprende
ni comprende ni respeta? De la sociedad somos parte todos, pero cuántos los
quieren ver a ellos pedir lo que necesitan como si fuera una dádiva y no un
derecho de iguales.
¿Qué es cultura? Cultura es cultivar.
El espíritu y la tierra. Lo cual, entre otras cosas, quiere decir aprender. A
desaprenderlo todo, todo el tiempo, y ver desde otro sitio lo que no se ve
desde el propio. Cultura es entender. Que no entendemos nada. Cultura es
respetar. Efecto lateral de aprender que nada sabemos y entender que hay más en
el mundo de lo que nunca entenderemos. La cultura es el lugar de todos, como el
ágora, corazón de la polis y ruidoso mercado al que iba Sócrates para poder
hablar con toda clase de gente y no con una sola. Los expulsados del campo por
la mecanización y el contrabando, y por la complicidad de tantos con el poder,
son dueños del ágora. Como cualquiera. No una parte del ágora menos interesante
de escuchar, ni menos importante de entender; no tienen menos para enseñar, ni
son menos en nada, porque nadie lo es. Esto es cultura.
Cuando los hombres descubrieron la
agricultura, en las tierras donde se asentaban crecieron nuevos saberes con los
siglos. Donde se resuelven problemas y se lega y crece lo aprendido hay
cultura; de ella es parte cuanto enriquece la vida: una cultura está viva si es
morada que los hombres comparten. Una cultura está hecha de personas, y no de
piezas; de futuro y de sueños, y no solo de normas.
BIBLIOGRAFÍA
·
http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/cultura-y-agricultura-1623871.html
·
http://www.fao.org/docrep/018/i2940s/i2940s09.pdf